Ya lo había decidido, si de acabar se trataba lo haría sin que
llegado el momento me temblara la mano, pero no lo haría sin antes conocer los
pormenores que me había conducido a esta habitación oscura en la que ahora
moraba.
Haciendo un esfuerzo titánico conseguí levantarme de la cama,
vestirme y esperar a aquel hombre. Éramos vecinos desde hacía más de treinta
años y aunque manteníamos una relación de cordial educación en el trato, nunca
intimamos, ni siquiera llegamos a saber uno del otro más allá de nuestros
nombres, en qué trabajábamos y el lugar en el que vivíamos. Él siempre fue un
vecino gris. Con su ropa gris, su rictus gris, y su gris trabajo en el Instituto
Anatómico Forense. Bastó un cordial, “Buenas tardes”, para entablar la
conversación necesaria, que a la postre terminó en el intercambio de una promesa
por su parte y el color vivo de mis billetes en sus manos grises.
Tras una semana de espera encontré en el buzón de mi casa la
escueta nota que había estado esperando durante los siete días precedentes:
“Instituto Anatómico Forense de …, 8 de enero de
2012
Varón de 25 años, sin enfermedades conocidas, ni
malformaciones. Fallecido en accidente de tráfico en la provincia de … el día de
la presente a las 16:37 h. Firma el certificado de defunción el Dr….
Los familiares autorizan la donación de los órganos no
afectados del cadáver a efectos de la realización de trasplantes y firman la
presente como autorización a tal efecto.
Es voluntad de los familiares, una vez extraídos los
órganos, retirar los restos del cadáver y trasladarlos a …. provincia de … para
su posterior inhumación.
Para que así conste a los efectos antedichos, se firma la
presente por triplicado“.
Subí a casa con la celeridad que me permitía el veneno que en
forma de pastillas llevaba meses ralentizando mi cuerpo y atenazando mi
voluntad, para sentarme frente a mi viejo mapa de carreteras en el que busqué,
busqué, con la ansiedad que los neurolépticos no pudieron estrangular en ese
momento, hasta que mi dedo tembloroso apuntando a una zona concreta del mapa se
quedó fijo sobre le papel. Sin dar mayores explicaciones a nadie en casa, tiré a
la basura los botes de pastillas que había en la mesita de noche y entré en la
ducha. El agua fría me hizo reaccionar y el café caliente despertó mis sentidos
adormecidos y abotargados. Conduje durante más de dos horas con el mapa abierto
en el asiento del copiloto.
Por fin llegué al pueblo al que hacía referencia
la nota que mi vecino “el Gris” me hizo llegar.
Era un pueblo pequeño del páramo castellano, de ésos que
agonizan por la falta de gente, con la mayor parte de las casas deshabitadas y
las que aún conservan inquilinos lo hacen por poco tiempo, pues sus años se
agotan y esperan la soledad final como la que espera al propio pueblo que les
vio nacer. Las pocas que no estaban deshabitadas dejaban escapar por sus
chimeneas el humo de las lumbres y las estufas de leña que calentaban los días
de mediados de un mes de octubre húmedo y frío.
Junto a la fuente de la plaza estaba una señora mayor, que como
todos los días esperaba paciente la llegada de la furgoneta de reparto del
pan.
- Buenos días.
- Buenas - respondió la mujer mirando con la curiosidad propia
del que no espera ver a nadie y menos aún un forastero-
- Busco a la familia …
- Ya no viven aquí. Hace muchos años que marcharon a vivir a
Madrid. En los años sesenta, cuando la emigración. Tienen casa abajo, junto al
río, ya a las afueras del pueblo una vez pasado el campo santo. Su casa es ésa
que tiene el huertecillo a la misma vera del río. Se ve desde la misma
carretera. Pero como le digo, no encontrará a nadie allí. Ya sólo vienen en
verano, aunque el verano pasado apenas si estuvieron aquí cuatro o cinco días.
- ¿ Es Ud. amigo de ellos?- preguntó la mujer con la reserva
del que se acaba de dar cuenta que quizás está hablando más de la cuenta con
alguien a quien no conoce-.
- Sí…bueno, algo así... Se puede decir que soy “amigo” de la
familia, o al menos que “les debo un favor” y me hubiera gustado hablar con
ellos para expresarles mi gratitud por lo recibido de su parte.
La mujer me miraba, me escrutaba, dejando entrever en sus ojos
un doble sentimiento hacia mí. Mostraba signos de desconfianza -al fin y al cabo
no era más que un forastero desconocido- y de deseo de seguir con la
conversación movida por la curiosidad.
- Pues no va a poder hablar con ellos, ¿sabe Ud?. Como le digo,
no están. Se fueron en verano y no volverán hasta el verano que viene…salvo que…
este año se acerquen a finales de mes para estar aquí el día uno del mes que
viene, el día de Todos los Santos. – dijo la mujer, bajando el tono de voz como
si no quisiera que nadie la escuchara, a la vez que baja la cabeza en sentido de
respeto-. Ya sabe lo del muchacho, lo de Samuel, ¿verdad?...
- Sí, sí - me apresuré a responder - una verdadera desgracia,
una desgracia…
- Pobre hijo, tan joven… La madre quedó destrozada y el padre…,
los pocos días que estuvieron aquí este verano andaba como un ánima. Con decirle
a Ud. que ni a pescar salió, ¡con lo que era él para la pesca¡ –dijo sacudiendo
las manos -. ¿Cómo iba a salir a pescar, solo, sin su hijo?, si la criaturita le
había acompañado desde niño al río y siempre pescaron juntos. No podía el
hombre, no podía…- dijo la mujer con gesto resignado y con la cabeza gacha,
moviéndola de una lado a otro en sentido negativo - .
Salí de la plaza en dirección a las afueras del pueblo en busca
del cementerio. Lo había visto cuando llegué, y como suele ocurrir en los
pueblos desde mediados de octubre, estaba abierto para que los vecinos pudieran
ir a adecentar las lápidas y llevar flores a sus seres queridos y que así el día
de Todos los Santos las tumbas lucieran en estado de buena conservación y
limpieza.
Era un cementerio pequeño, acorde al tamaño del pueblo al que
pertenecía. Aparqué en un lindazo y salí del coche. Paseé por entre las lápidas
mirando aquí y allá. La mayor parte de los moradores de las sepulturas eran
personas de avanzada edad – las fechas de nacimiento y defunción esculpidas en
las lápidas no dejaban lugar a dudas – y desde luego, ninguna de las lápidas
hacía referencia al nombre y fecha de defunción de la tumba que yo había venido
buscando.
Volví sobre mis pasos e hice de nuevo el recorrido por entre las
sepulturas. Ninguna de ellas correspondía a Samuel.
Decepcionado, salí del cementerio. La angustia, que a lo largo
de los meses me había estado ahogando, se había manifestado de un modo más
virulento aún mientras estaba en el cementerio. Apenas si podía caminar. Estaba
sin aliento y con un puño en el pecho que me oprimía las costillas haciendo de
cada inhalación una tortura insufrible. Los ansiolíticos y los neurolépticos me
habían convertido en un hombre de trapo, pero sin duda, habían mantenido a raya
a lo largo de los meses esta horrible sensación de angustia que ahora
experimentaba. Rebusqué en la guantera del coche para ver si quedaba alguna
píldora que me pudiera aliviar. No encontré nada. Arranqué de nuevo y salí del
pueblo buscando una huída que me permitiese deshacerme de la ansiedad que me
atormentaba.
Justo cuando dejaba el cementerio atrás, a la derecha pude ver
el río que discurría paralelo durante un buen trecho a la carretera y a unos
trescientos metros del campo santo un camino que conducía a una casita a su
lado. La sola visión de la casa junto al río fue suficiente para que me
tranquilizara. Por algún motivo que desconocía volvía a estar en un estado de
relativo sosiego. La angustia había remitido. Tomé el camino y me acerqué a la
casa. Era una casa relativamente moderna, con una cerca de madera, un porche de
entrada y un jardín en la parte delantera. Bajé del vehículo y sin demasiado
esfuerzo, sorteé la valla de madera. En su parte de atrás la casa tenía una zona
dedicada al cultivo de un pequeño huerto que se extendía hasta casi la misma
orilla del río. Me asomé a la ribera.
El río discurría entre dos hileras de álamos. Los árboles
mostraban tonalidades rojizas y ocres y se movían con una brisa ligera que los
balanceaba rítmicamente de un lado a otro. Las aguas eran limpias y daban
reflejos brillantes de la luz con la que el sol suave de octubre las inundaba.
En las zonas profundas, donde el agua tomaba tonos del color de la esmeralda,
los peces se movían lentos, con la languidez que les contagiaba el otoño de
cadencia lenta, deambulando de aquí a allá, sin un rumbo fijo. La ribera se
perfumaba de una dulce humedad que refrescaba mi cara y llenaba mis pulmones con
un aire cencio y limpio que me hacía recobrar una vida que hacía hecho mucho que
no sentía latir en mi interior.
Caminé por la orilla del río. Disfruté del vuelo de los
pájaros, de los quiebros de los insectos que se desplazaban por el aire de la
ribera, de las truchas que esquivas se alejaban ante mi presencia, dejándose
hundir lentamente en los pozas como si su desplazamiento estuviera sincronizado
con el compás del discurrir lento de la tarde del otoño. Escuché el sonido del
agua dando vida a la ribera y su sonido aliviaba mi angustia y me llenaba de
vida a mí también.
Nunca antes había sentido nada especial al estar en un río. De
hecho yo me crié en la Castilla más seca. En aquella tierra infinita de secano,
de viñas y grano, en la que el agua es anécdota. Nada en los recuerdos de mi
infancia o juventud me unía a los ríos y a las aguas. Después, en mi madurez, me
rodeé de asfalto y ladrillos y tampoco nunca sentí necesidad alguna de visitar
los ríos, ni atracción por ellos y las riberas.
Transcurrió la tarde y me fui llenando de río, me fui empapando
de agua y fui renaciendo, desechando la ropa vieja de mi congoja y de mi
angustia que pesaba como una gota de plomo en mi alma. Entre dos luces regresé
al coche, pero justo antes, al saltar la valla de madera de la casa para
montarme en él, en el límite de la valla y ya pegado al río descubrí una placa
en el suelo. Una placa de color gris oscuro con la siguiente inscripción:
“Descansa en paz Samuel, junto al río, como siempre
quisiste. Mientras tu corazón esté cerca de él, seguirá vivo”.
Tu padre
Acis